ISSN electrónico: 2172-9077

DOI: https://doi.org/10.14201/fjc2021231538

Mirada científica y mirada artística en la representación de rarezas humanas: acercamientos y bifurcaciones en el estudio de la diversidad corporal desde el siglo XVI

The scientific gaze and the artistic gaze in the representation of human oddities: approaches and bifurcations in the study of body diversity since the sixteenth century

Dra. Laura BRAVO

Catedrática en Historia del Arte. Universidad de Puerto Rico, Puerto Rico

E-mail: laura.bravo@upr.edu

https://orcid.org/0000-0002-2570-7681

Dr. Juan Carlos JORGE

Catedrático en Anatomía. Universidad de Puerto Rico, Puerto Rico

E-mail: juan.jorge@upr.edu

https://orcid.org/0000-0002-0636-269X

Fecha de recepción del artículo: 13/10/2021

Fecha de aceptación definitiva: 14/10/2021

RESUMEN

Tomando como eje la representación de personas que encarnaban enfermedades congénitas visibles, examinamos los intereses particulares que estas imágenes han suscitado desde el siglo XVI, desde la Medicina y la Historia del Arte. Mediante diferentes tipos de medios visuales –tratados médicos, pintura y cine–, estudiamos los valores que revelan según los contextos en los que se crearon y publicaron. Como enfoque metodológico, planteamos un análisis transdisciplinar, centrándonos en personas a las que la medicina contemporánea habría asignado diagnósticos de origen genético-cromosómico. ¿Quiénes y en qué contextos se encargaron estas representaciones? ¿A qué función estaban destinadas? ¿Qué intereses tienen quienes las crean? ¿Qué papel tienen las personas representadas? Los grabados en tratados médicos en los siglos XVI y XVII muestran representaciones para la comprensión científica del cuerpo expuesto, tipifican el sujeto y no se otorga relevancia personal. En la pintura y el cine, a pesar de sus notables diferencias, se subraya la identidad personal en un contexto social particular, expresada con profundidad psicológica y sensibilidad. Es el cruce de miradas entre el arte y la medicina donde se puede apreciar cómo se van expandiendo las fronteras inteligibles del cuerpo.

Palabras clave: Tratados médicos; enfermedades congénitas; rarezas humanas; pintura; cine; mirada.

ABSTRACT

By taking as its axis the representation of people who embodied visible congenital conditions, we examine the particular interests that these images have raised since the sixteenth century, from Medicine and Art History. By studying different types of visual mediums –medical treatises, painting and cinema–, we characterize the values that they reveal according to the contexts in which they were created and published. As a methodological approach, we offer a transdisciplinary analysis, focusing on people to whom contemporary medicine would have assigned diagnoses of genetic-chromosomal origin. Who and in which contexts were these representations commissioned? What function were they intended for? What are their creators interested in? What roles are played by the subjects? Engravings in medical treaties during the sixteenth and seventeenth centuries depict representations for scientific understanding of showcased bodies, typifying subjects without personal relevance. In contrast, painting and cinema, despite their notable differences, underscore personal identity that is expressed in a particular social context, with psychological depth and sensibility. It is the gaze between art and medicine that allows for better understanding of how the intelligible boundaries of the body are expanded.

Keywords: Medical treatises; congenital conditions; human oddities; painting; cinema; gaze.

Introducción

El uso del término monstruo para denominar a las personas cuyas representaciones se analizan a continuación nos debe resultar incómodo e incluso, en la actualidad, sería motivo de alerta y objeto de reprobación por los códigos deontológicos de diversas disciplinas académicas. Sin embargo, a la hora de analizar sus imágenes en su contexto temporal, este sustantivo resulta necesario e insustituible, puesto que es este el término médico que, desde la Antigüedad grecorromana, pasando por la Edad Media y la Moderna, se empleaba para denominar a individuos que presentaban enfermedades congénitas que quedaban registradas en sus diversidades corporales. La teratología, disciplina médica del siglo XVII, literalmente significa, por su etimología, «la ciencia de los monstruos». Acertadamente, el lenguaje médico ha ido transformándose con el devenir de los siglos. Por ejemplo, una sociedad profesional de los Estados Unidos que aúna investigadores biomédicos de enfermedades congénitas se renombró en pleno siglo XXI, de «The Teratology Society» (1960) a «Society for Birth Defects, Research & Prevention».

No obstante, la disciplina médica continúa revisando la nomenclatura que emplea para referirse a sus casos de estudios de manera lenta y paulatina. En referencia a enfermedades congénitas, libros de textos en embriología clínica dirigidos a estudiantes de medicina todavía hacen uso de términos como «desórdenes», «malformaciones», «aberraciones», «anomalías» o «errores genéticos/cromosómicos» (Moore, Persaud y Torchia, 2020; Sadler, 2019). A la hora de componer las próximas páginas, se ha partido de la premisa de que las enfermedades congénitas ofrecen la oportunidad de reflexionar sobre las diversidades corporales, requieran o no atención médica. No obstante, la historia advierte de la necesidad de hacer referencia a los términos empleados en la época bajo estudio, a fin de evitar de entrada el anacronismo en la investigación. En este sentido es en el que se encontrará el uso original de determinados términos y, cuando sea relevante, se incluirá una acepción equivalente en la contemporaneidad, no solo para hacerle justicia a las palabras y a lo que nombran, sino para recordarnos que el contexto social, político y cultural determinan significados (Foucault, 2010). En el texto se denota el uso de algunos términos en la época a través del empleo de tipografía en cursiva. Por otra parte, la nosología, la ciencia que describe, explica, diferencia y clasifica las enfermedades para distinguirlas entre ellas, es la que confiere identidad a entidades patológicas. Por lo tanto, en este trabajo, se ejerce con cautela la adscripción de diagnósticos médicos a épocas en donde no se consignaba tal rasgo o característica en el lenguaje médico o en el lenguaje común. Para facilitar la comprensión del texto en castellano, se hace referencia al término ‘enfermedades congénitas’ en sustitución al término ‘congenital conditions’ del inglés. Se reconoce que la adscripción de enfermedad a rasgos o características corporales sirve como dispositivo regulatorio a favor de quienes ostentan poder social, político y cultural (Foucault, 2014), según queda ilustrado en el caso de monarquías de siglos anteriores que discutiremos a continuación. Se reconoce además que la enfermedad es también una experiencia personal que se vive en el cuerpo de formas muy particulares y que se expresa también en metáforas (Sontag, 2003), por lo que se reconoce que los lectores no necesariamente habrán de identificar ciertas señales o signos en el cuerpo como enfermedad. Como se plantea a continuación, la mirada científica y la mirada artística al cuerpo es también producto de sus respectivas historias y de sus contextos geopolíticos, particularmente cuando estas inciden en la diversidad corporal.

1. El monstruo ilustrado en los tratados médicos de los siglos XVI y XVII

Como monstruos o monstruosidades, monstre, del inglés medieval (c. 1250-1300), del latín mōnstrum (mostrar, pero también portento, evento no natural) y mon(ēre) (advertir), aparecen registrados en los títulos de los tratados de reconocidos médicos de los siglos XV al XVII. Por lo tanto, en aquellos textos, el monstruo como ente, muestra, es un portento no-natural y advierte. Con estas acepciones aparece el término en Desvíos de la naturaleza o Tratado de el origen de los monstruos, publicado en Lima en 1695, con la autoría del médico zaragozano José de Rivilla Bonet y Pueyo, quien estudió Medicina y Cirugía en la Universidad de su ciudad natal y fue cirujano de cámara del Conde de la Monclova, virrey de México, Perú y Chile. La publicación tiene como origen la solicitud que le hiciera el virrey, Melchor Fernández Portocarrero, de dictaminar el nacimiento de unos siameses unidos por el abdomen, lo cual conmocionó a la población limeña en 1694, y de practicar su estudio anatómico y su autopsia (Aleixandre Porcar, 2020, p. 254).

El tratado incluye una ilustración de los siameses que, por la mirada de ambos, con los párpados cerrados, representa su cuerpo ya sin vida después del parto (Figura 1). El fondo sobre el que aparece su figura es neutro, con líneas que llenan el vacío sobre el que parecen descansar, pero enmarcado en un óvalo con motivos vegetales y otros elementos decorativos que destacan su carácter extraordinario, a la vez que enmarcándolos en un contexto natural. La razón del texto, por lo tanto, es la de la publicación del estudio realizado por el médico, en un contexto de difusión científica, pero también de documentación para la historia, por lo cual se incluye, bajo la ilustración, la fecha y lugar en la que nacieron los protagonistas del libro: el 30 de noviembre de 1694, en Lima. Entre las varias acepciones y significaciones que el autor otorga al término «monstruo», incluye sinónimos como el de portento y prodigio, junto al carácter de extrañeza y rareza de su anatomía, aludiendo al carácter insólito de su existencia (Capítulo I, fol. 1). En este sentido, este tratado no está exento, como se ha señalado, de una vertiente clásica, renacentista o cristiana, condición que le acerca también a la narración de existencia de curiosidades o maravillas (Flores de la Flor, 2010).

Otros tratados médicos, publicados con algo más de un siglo de anterioridad, acuden también a la idea del monstruo para referirse a los casos humanos que se analizan entre sus páginas, como sucede en Monstruos y prodigios, de Ambroise Paré (1510-1590), publicado originalmente en 1573 (Figura 2). Paré fue un médico francés que, a pesar de su formación básicamente autodidacta, logró ser médico de cámara y consejero de cuatro reyes de la corona gala. Su definición de los monstruos es la siguiente: «cosas que aparecen fuera del curso de la Naturaleza (y que en la mayoría de los casos constituyen signos de alguna desgracia que ha de ocurrir), como una criatura que nace con un solo brazo, otra que tenga dos cabezas y otros miembros al margen de lo ordinario». Paré indica también, al inicio de su obra, al menos trece razones, desde etiologías fantásticas hasta científicas, que provocan el nacimiento de seres con tales características (Paré, 1571, p. 21-22). Las ilustraciones que se incluyen para ejemplificar los casos que describe Paré entre sus páginas son, si cabe, de mayor simplicidad a la mencionada anteriormente, del siglo XVII. No existe contexto espacial en el que aparezcan sus figuras, salvo, en ocasiones, algunas líneas que indican que el sujeto está caminando sobre suelo firme, lo que indicaría que son individuos vivos, que han sobrevivido a las dificultades que entraña su enfermedad, esto sin olvidar que también se incluyen en su tratado seres más cercanos a la mitología o la superstición que a la medicina.

Figura 1. José de Rivilla Bonet y Pueyo. (1695). Desvíos de la naturaleza o Tratado de el origen de los monstruos

Figura 2. Ambroise Paré. (1573). Monstruos y prodigios

Por su parte, en otra notable fuente del siglo XVI también se emplea el término monstruo recurrentemente. Nos referimos al tratado escrito por Cornelius Gemma (1575), un médico y astrónomo belga, con el título De naturae divinis characterismis,. Aquí se incluyen también referencias visuales, a fin de que el público docto pueda visualizar los casos humanos que el especialista describe (Figura 3). No obstante, la ilustración de las figuras conlleva, como en el caso anterior, un acercamiento superficial a la hora de incluir detalles o algún signo de individualidad más allá del género (a través del cabello largo o de las formas redondeadas del cuerpo) o el tamaño de sus figuras. Algunas líneas rectas para indicar la superficie sobre la que pisa la figura constituyen el único contexto, a lo sumo, en el que se representan.

En el caso de los tratados españoles, como el de Rivilla Bonet y Pueyo, la simplicidad de la representación visual de sus figuras puede ponerse en contacto con las llamadas relaciones de sucesos, hojas explicativas de algún acontecimiento extraordinario del que se informa a la población, y en las que se pueden incluir xilografías de carácter muy elemental. El individuo se presentaba solo, como en los casos anteriores, sobre un pequeño montículo, sin elementos que sirvan de escala para informar sobre su tamaño (Flores de la Flor, 2010). Las imágenes distan enormemente, en este sentido, de la maestría técnica que evidencian xilografías como las del tratado de Andrea Vesalio, De Humani Corporis Fabrica libri Setem, publicado en 1543. Estos grabados, realizados por las manos de artistas de círculos distinguidos y de formación especializada, representaban con profusión y detenimiento la anatomía del cuerpo humano no monstruoso para el estudio científico con interés médico, más allá de la información puntual del hecho extraordinario que implicaba el nacimiento del individuo con un cuerpo que se alejaba de la norma.

Por otro lado, también se hizo popular la información sobre casos de nacimientos monstruosos en las relaciones de sucesos del siglo XVII en España. Retomando el concepto de monstruo, en el periodo del Renacimiento de la Medicina, la noción de que la persona con una enfermedad congénita era, en efecto, un ser monstruoso, quedó cimentada tanto en textos médicos acompañados de imágenes, dirigidos, también, a un público experto y culto, aunque también era corriente encontrar este término en un contexto de información a la población general, sin conocimiento científico ni cultural profundos, de las relaciones de sucesos (García Arranz, 1999). A pesar de su simplicidad en la representación y la escasez de detalles en el cuerpo y en contexto alguno, se realizaban expresamente para la narración de un hecho particular, al contrario de otras imágenes que informaban de casos no monstruosos, que se repetían en la ilustración de noticias más comunes, y menos extraordinarias (Iglesias Castellano, 2013).

Figura 3. Cornelius Gemma. (1575). De naturae divinis characterismis

Figura 4. Antonio González. (1745). Niña con dos cabezas. Biblioteca Nacional de España, BN Inv 14868. Recuperado de: https://www.academia.edu/721541/Monstruos_y_Seres_Imaginarios_en_la_Biblioteca_Nacional

En otro contexto similar al de aquellos grabados, también de índole científica, pero sirviendo a distintos propósitos, se mostraban cuerpos diversos que se alejaban de una norma anatómica: los gabinetes de curiosidades o cámaras de maravillas, particularmente entre los siglos XV y XVIII (Hagner, 2000). En ellos, naturalistas como el danés Albertus Seba, o también personalidades de altos estratos sociales, atesoraban artificialia y naturalia, es decir, seres u objetos de peculiar rareza, exóticos, traídos de tierras lejanas, o también elementos que, por su singularidad, se tomaban como desvíos de las leyes de la naturaleza. En una ilustración de Antonio González, se representa, como relata la leyenda en la parte inferior de la imagen, un monstruo: una niña con dos cabezas, que llevó a Madrid en 1745, conservada en espíritu de vino, D. Francisco Du Rocher, Cirujano Mayor de la Compañía Italiana de las Reales Guardias de Corps (Hagner, 2000) (Figura 4). La preservación de ese y otros cuerpos en un frasco de etanol tiene como propósito asombrar la mirada del titular de la colección y de su círculo cercano, deleitándose en la admiración de lo raro y extraordinario –no exento de belleza, en el pensamiento de la Ilustración– y constituyendo la posesión de esos cuerpos, en una particular colección, un signo de poder y prestigio (Hagner, 2000).

El poseedor de uno de los gabinetes de curiosidades más famosos del siglo XVI, el naturalista italiano Ulisse Aldrovandi (1522-1605), médico, filósofo y profesor en la Universidad de Bolonia, fue también autor de Monstrorum historia, publicado de manera póstuma en 1642. Se trata de uno de los trece volúmenes de un ambicioso libro, de carácter enciclopédico, con el que su autor pretendía hacer un compendio del estudio de la historia natural, y en el que las actuales fronteras entre lo científico y lo artístico, lo real y lo mitológico, no existen (Riley, 2018). En ese catálogo ilustrado de seres admirables por su rareza, entre hermafroditas, hombres con un cuerno en la cabeza o fetos de un solo brazo, aparecían también las figuras de hombres enanos. Sin embargo, en algunas de sus imágenes llama la atención que no se trata de seres procedentes de lejanas tierras, ni ejemplos de tipologías corporales desnudas y aisladas en un fondo no identificable, ni de cuerpos sin vida encerrados en frascos de etanol. Por el contrario, observando algunos de los grabados de su compendio, como el que, en la página 40, representa al ilustrísimo D. Ducis Caroli de Creqy (Figura 5), parece que estos monstruos son personas vivas, reales y no mitológicas o producto de la superstición, que han sido ilustrados en contextos cercanos, que manejan la espada y que apoyan su mano en una mesa adornada con un elegante mantel. En este caso, se trata además de una persona ataviada con ropas sofisticadas y elegantes, al gusto de la moda contemporánea, y que pertenecería a altos estamentos sociales, poseyendo incluso un título nobiliario. La intención de este grabado en el libro de Aldrovandi incide en la existencia de este individuo particular, identificado con su nombre y su título, en un marco contemporáneo concreto, como un ser social y no meramente como un objeto de observación de interés anatómico y estudio científico. La representación, por lo tanto, combina distintos intereses, que le acercan también al del documento histórico de carácter social, en una escenificación de connotaciones artísticas, más cercana a las que a continuación se describirán.

2. La rareza de la pequeñez en la imagen artística

Como las ilustraciones del Monstrorum historia (1642) sugieren, aquellas personas que sobrevivían a enfermedades congénitas se convertían en algo más que material de análisis médico o un producto de la curiosidad coleccionista de la época. Eran también seres que desarrollaban una vida social, según la fortuna que les depararan los particulares códigos en su época. Resulta peculiar la similitud del grabado de Aldrovandi con un lienzo del pintor español Juan Carreño de Miranda (1614-1685), en el que aparece retratada una persona identificada como el Enano Michol (Figura 6). Desde 1669, Carreño de Miranda ocupó la prestigiosa posición de pintor del rey y retratista de la familia de Carlos II, siendo destacado como «una de las figuras principales del panorama pictórico cortesano de la segunda mitad del siglo XVII» (Portús Pérez). En este cuadro, por tanto, realizado por uno de los pintores más reconocidos en la corte tras la muerte de Diego Velázquez, se observa un extraordinario ejemplo de esa otra mirada en el retrato de los monstruos. En contraste con la mirada clínica de los tratadistas hacia sus cuerpos desnudos, que informaban y analizaban teóricamente acerca de sus anatomías, la composición de esta pintura se concentra en la certificación de su existencia en un espacio real y concreto, así como en un tiempo determinado, otorgándole el pintor también una identidad individual a través de la mención de su nombre y, en ocasiones, también de sus apellidos. Aunque el protagonista de este óleo solo aparece identificado como Michol (apareciendo también referido como Misso o Misol en las contadurías de las colecciones palaciegas), la colección en el que está albergado, en Dallas (Texas), propone en su identificación que el nombre completo de este podría ser Miguel Pol, abriendo la posibilidad de que Michol fuera un apodo (Meadows Museum).

Figura 5. Ulisse Aldrovandi. (1642). Nanus Illustrissimi D. Ducis Caroli de Creqy, página 40 de Monstrorum historia

Figura 6. Juan Carreño de Miranda. (1670-1682). Retrato del enano Michol. Meadows Museum, SMU, Dallas. Fotografía de: Michael Bodycomb

Sin embargo, con el presente retrato al óleo, Carreño de Miranda no escapa totalmente del concepto de rareza en la existencia del enano y su presencia en la corte. Acompaña su figura de aves exóticas, características en aquel entonces de otros mundos lejanos, como son dos grandes cacatúas blancas, posiblemente de la colección de la reina en aquel entonces, María Luisa de Orleans (Navarrete Prieto, 2015; Llácer Viel, 2015). La presencia de estos y de otros animales, como los dos perros que reclaman la atención del protagonista, se convierte aquí en un recurso del pintor para la comparación de la escala, a fin de que el espectador pueda tener una referencia para imaginar el diminuto tamaño de su cuerpo (Llácer Viel, 2015). Tanto los dos canes como los pájaros adoptan también una carga simbólica, puesto que, con ellos, el pintor parece aludir a la función que enanos y otros monstruos tenían en las cortes europeas, que era la de ser fieles y amenos acompañantes de los reyes en palacio, según sucedía frecuentemente en los palacios de los Habsburgo, en su reinado en España entre los siglos XVI y XVII. Así, en la corte de reyes como Felipe II, Felipe III, Felipe IV y Carlos II, la proximidad de enanos y de otras personas con enfermedades congénitas era una práctica común, puesto que formaban parte de la familia del rey, entendida esta como el grupo de personas que un señor sustenta en su casa (Aterido Fernández, 2003). La razón de la presencia de estos individuos en esos espacios nobles, como puede verse también por la riqueza de la decoración que acompaña a la figura de Michol, era la de servir como hombres de placer, término empleado en aquella época (Bouza y Beltrán, 2004). Estas personas tenían el oficio de divertir a la familia real, así como de servir de ayas, o niñeras, para los jóvenes príncipes e infantes y, en algunos casos, como consejeros y personas de confianza en la vida de palacio. En este contexto, por tanto, no sorprende que otros pintores contemporáneos de Carreño Miranda hayan incluido también la presencia de cacatúas en los retratos de estos individuos, como sucede en el Retrato de un enano de Carlos II, de 1698, obra de John Closterman, aludiendo a la nobleza del entorno del personaje y al carácter exótico de su existencia (Aterido Fernández, 2003).

De manera similar, unos cinco decenios antes, el enano Miguel Soplillo posó para un retrato oficial de corte al lado del Infante Felipe, futuro Rey Felipe IV (Figura 7). Ambos individuos comparten el estilo de su rico y fino atuendo como la postura de sus brazos. La mano del joven príncipe sobre la cabeza de Miguel simboliza la protección que este ejerce sobre él, a su vez que es una metáfora de la benevolencia del futuro rey sobre sus súbditos (Ruiz Gómez, 2006). Un gesto de similares connotaciones realiza la infanta Isabel Clara Eugenia, hija de Felipe II, sobre Magdalena Ruiz, quien era descrita en documentos de la época como una mujer enana y loca (Moreno Villa, 2006) (Figura 8). La mujer gozó de la confianza y el cariño de la hija del Rey, siendo su acompañante fiel durante largos años, como la misma infanta relata en algunas de sus cartas, por lo que es posible observar cómo la relación de afecto entre ambas personas, de tan distante estrato social, podía superar tamaña desigualdad de cuna (Moreno Villa, 2006; Gómez Gómez, 2012).

Figura 7. Rodrigo de Villandrando. (h. 1620). El príncipe Felipe y el enano Miguel Soplillo. Museo del Prado, Madrid

Figura 8. Alonso Sánchez Coello. (1585-1588). La Infanta Isabel Clara Eugenia y Magdalena Ruiz. Museo del Prado, Madrid

La presencia de enanos en los palacios reales con la función de divertir a los miembros de la corte se trata, sin duda, de una práctica que sería deleznable en el marco de la contemporaneidad. Sin embargo, haciendo un esfuerzo de empatía histórica, sería preciso considerar que, en aquel contexto temporal, fuera de los muros del palacio y lejos de sus reales protectores, la realidad que vivían estas personas en la sociedad de su época no representaba un panorama mucho más prometedor. Traídos y seleccionados de asilos y manicomios extranjeros o nacionales –como el de Zaragoza, recurrentemente mencionado en documentos administrativos de entrada a la corte–, donde las condiciones de vida cotidiana y de salud debieron ser dramáticas, una vez entraban en palacio, estas personas convivían con los reyes y su familia y se convertían en parte de su séquito (Moreno Villa, 2006). Se les otorgaba permiso para compartir espacios solo reservados a la realeza en el palacio, acompañaban a la familia real en viajes, jornadas y actos oficiales, recibían herencias o sueldos de cantidades considerables e incluso llegaron a tener el privilegio, dentro de los cánones de su época, de aparecer pintados en retratos oficiales junto a sus protectores, y de la mano de los mejores pintores de la corte. Fuera de los muros del palacio, espacio que representaba la aspiración máxima a la que una persona con enfermedad congénita podía aspirar en la época, la crueldad de los otros destinos que le podían deparar a estas personas se puede identificar con la marginación, la mendicidad callejera y la delincuencia para subsistir, la exhibición pública –con frecuencia bajo explotación– o incluso la inmolación, activa o pasiva (Flores de la Flor 2015). Cada una de estas esferas se asociaban a las emociones que los monstruos despertaban ante los seres humanos comunes y corrientes: horror, placer y repugnancia (Daston y Park, 2001).

En este contexto, no nos resulta sorprendente que, en uno de los cuadros más reconocidos de toda la historia del arte occidental, Las meninas –antes conocido como La familia– aparezcan, junto a la Infanta Margarita (hija de Felipe IV y Mariana de Austria, en el centro) y a sus dos damas de compañía, María Bárbara Asquín. Más conocida como la enana Mari Bárbola, María Bárbara, hoy pudiera haber ser diagnosticada con acondroplasia e hidrocefalia (Figura 9). A su derecha, a pesar de su apariencia infantil, aparece otro individuo que entonces contaba con unos treinta años, y cuyo nombre era Nicolasito Pertusato. Además de esa ocupación de divertir, acompañar y ser de la confianza de la familia real, la función de su presencia era también, por un lado, la de rebajar el estricto y encorsetado protocolo de comportamiento que regía la vida de palacio, aunque sin relajar demasiado la requerida etiqueta de sobriedad y compostura para los reyes (Gállego, 1986; Gómez Gómez, 2012). En términos estéticos, resultaba también un recurso para resaltar, a través del contraste físico, la majestuosidad y elegancia de reyes y nobles. Los pintores se valían de este recurso a la hora de pintarlos junto a la élite palaciega, puesto que servían de contrapunto, por su diminuta talla y su notable enfermedad congénita, a la belleza y nobleza física que debía ostentar la efigie regia en sus retratos oficiales (Moreno Villa, 2006; Flores de la Flor, 2015).

Al igual que en el caso de María Bárbara Asquín y Nicolasito Pertusato en Las Meninas, Diego Velázquez creó también, por encargo real, algunos de los retratos más conmovedores que de estas personas se hayan realizado en la historia del arte. Uno de ellos es el del hoy conocido como Bufón con libros, pintado hacia 1640, y anteriormente identificado como Don Diego de Acedo, el Primo (Arrizabalaga, 2018). El individuo aparece en el cuadro ataviado con sombrero y en estilo austero, rodeado de lo que serían instrumentos de trabajo; libros, pluma y tinta. Quizás por estos objetos, que llenaban de dignidad y de respeto social a un grupo de personas que, por sus condiciones físicas, estaban destinadas a ser objeto de rechazo o escarnio, el pintor elige para su retrato una pose noble y un gesto de orgullo (Figura 10). Su mirada, en cambio, podría ser producto de un encuentro de emociones. Don Diego nos observa con aplomo, con la seguridad que merece alguien que goza de la confianza del rey, y no con la sonrisa vacía y la mueca forzada de un bufón que lo es por ser su oficio, pero que no lo merece por las circunstancias de su físico. Tanto la composición de su figura como la expresión de sus ojos, que comunica un atisbo de incipiente tristeza, contrasta drásticamente con los grabados de personas con enfermedades congénitas propias del contexto científico y el diseño genérico de sus figuras. El presente retrato pictórico conforma un denominador común en un grupo de retratos magistrales que dedica Diego Velázquez a enanos y a bufones de la corte en la década de los cuarenta del siglo XVII.

Figura 9. Diego Velázquez. (1656). Las meninas. Museo del Prado, Madrid

Figura 10. Diego Velázquez. (h. 1640). Bufón con libros. Museo del Prado, Madrid

En otro de los lienzos de esta serie, identificado hoy por el Museo del Prado como El bufón el Primo, de 1644 (Figura 11), se subraya visualmente su corta estatura disponiéndole sentado y con la posición de sus piernas en escorzo. La pequeñez de su cuerpo contrasta tanto con la riqueza y la brillantez cromática de los ropajes que adornan su cuerpo como con la dignidad de su lugar, cercano a la realeza, puesto que acompañó al Rey en una jornada de viaje a Aragón en 1644, donde Velázquez le retrata (El bufón el Primo). Su puesto en la vida palaciega, en cambio, no es suficiente para animar su rostro en el retrato. Velázquez logra, a través de un pincel y de pintura al óleo, provocar una reflexión sobre el destino y las circunstancias del ser humano. La profundidad de la expresión de este personaje cortesano, invadida de resignación y de tristeza, evoca la arraigada amargura del alma de un caballero.

Figura 11. Diego Velázquez. (1644). El bufón el Primo. Museo del Prado, Madrid

Figura 12. Juan Carreño de Miranda. (h. 1680). Eugenia Martínez Vallejo, vestida. Museo del Prado, Madrid

En el marco de la medicina actual, si estas seis personas inmortalizadas en el lienzo –El Enano Michol, Miguel Soplillo, Magdalena Ruiz, Nicolasito Pertusato, así como los dos bufones recién identificados– fueran clínicamente diagnosticadas en la actualidad, se les identificaría alguno de los varios tipos de acondroplasia que existen. No sabremos con certeza si, en algunos casos, también estas personas habrían padecido de otras comorbilidades congénitas u otras comorbilidades adquiridas a consecuencia de sus variantes músculo-esqueletales. Su fenotipo corporal se caracteriza por extremidades cortas que no afecta al tamaño del tronco del cuerpo. Solo una cuarta parte de estos casos se debe a la herencia de los padres por lo que, en su mayoría, ocurren espontáneamente. Su causa genética se debe a alteraciones en alguno de los receptores del factor de crecimiento de los fibroblastos (FGF por sus sílabas en inglés), lo cual, a su vez, afecta la formación de cartílago y crecimiento óseo. Ya que la columna vertebral también se ve afectada, en la mayoría de los casos a consecuencia del bajo tono muscular, es común una desviación dorsal en la región lumbar que se conoce como lordosis. Esta produce un caminar en donde la persona parece balancearse, con cada paso, de lado a lado. Otra señal visible en el cuerpo es «el signo del tridente», que se refiere a la separación atípica entre el tercer y cuarto dedo de la mano. Desde la clínica, una lectura de esta enfermedad congénita implica observar el rostro de estas personas, pues sus elementos anatómicos tienden a acercarse al centro del rostro. Algunas «pistas estéticas» que apuntan hacia este diagnóstico son la forma y la distancia entre los ojos, el surco nasolabial (la distancia entre la nariz y el borde del labio superior), y el tamaño y la posición del mentón con respecto a otros elementos del rostro. Claramente, estos grandes pintores del siglo XVII fueron capaces de captar estas sutilezas anatómicas, a través de la observación y no desde una mirada clínica especializada, aportando además una hondura psicológica y una contextualización que comunica sobre cada persona mucho más que la mera excepcionalidad de sus cuerpos.

3. La rareza de la obesidad mórbida

Existieron otras personas en la corte de los Austrias que, igualmente, despertaban la curiosidad de los residentes en palacio. Seguramente sin contar con la fortuna de recibir un sueldo ni con las amables consideraciones de los reyes o de sus hijos, Eugenia Martínez Vallejo, apodada La Monstrua debido a las dimensiones de su cuerpo, debió deambular por palacio solo en contadas ocasiones, con el fin de amenizar algunas fiestas o celebraciones. La razón para pensar en su limitada presencia en la corte viene de la escasez de menciones que Moreno Villa encuentra de ella en las cuentas de palacio (Álvarez Lopera, 2006), pero podría también estar fundamentada en un diagnóstico contemporáneo, pues se han advertido los ataques de ira frecuentes en personas con síndrome de Prader-Willi, el que se ha identificado podría haber tenido esta niña (Rubio Herrera y Rubio Moreno, 2009; Concepción Masip, 2010), por lo que su presencia podría resultar incómoda entre los miembros de palacio. Llevada a la corte por sus propios padres con la esperanza de rentabilizar económicamente el cuerpo de su hija, lo que era una práctica común en aquella época en las personas con enfermedades congénitas (Flores de la Flor, 2015; Iglesias Castellano, 2013), provocó el asombro del Rey Carlos II por la rareza de su fisionomía. En un entorno como la casa de los Austria, en el que la delgadez era un modelo de belleza, las dimensiones –no tanto las formas– del cuerpo de la niña es lo que probablemente provocara fascinación (Flores de la Flor 2015), por lo que el monarca comisiona su retrato a su pintor de cámara, Juan Carreño de Miranda. Lejos aún de la invención de la fotografía, un instrumento que siglos después serviría para certificar su existencia, los pinceles del pintor se convirtieron en el medio visual para documentar, junto a los grabados en los tratados científicos y las relaciones de sucesos, como se ha comentado anteriormente.

Así, de Eugenia Martínez Vallejo se realizó un doble retrato: vestida y desnuda (Figuras 12 y 13). El primero de ellos la muestra ataviada con un traje elegante, con brocados en rojo y blanco, y botones de plata, que el mismo Rey Carlos II había ordenado. Su intención era vestirla «decentemente al uso de la corte» (Madrazo, 1872). En cada una de sus manos sostiene una manzana, lo que parece aludir al insaciable apetito de la niña (Bouza y Beltrán, 2004; citados por Llácer Veil, 2015), que con un año pesaba veinticinco kilos y, cuando tuvo cinco, unos sesenta y cinco. En el otro retrato se la muestra sin el vestido, para sortear el problema de la exposición explícita de la desnudez infantil, y quizás también para suavizar el asombro que iría a causar la exhibición de su cuerpo. Por tanto, el pintor decide retratarla empleando hojas de vid y racimos de uva, que servirían de escudo para esconder sus genitales. Sin embargo, este recurso responde también a una alusión mitológica que ponía en paralelo su figura con los atributos del dios romano del vino (Álvarez Lopera, 2006). Así, el tamaño del cuerpo de la niña, fuera de las normas que regían lo común en la época, se asemeja a las representaciones artísticas de Baco, templando de este modo la manifestación objetiva de sus formas.

Tal fue el asombro que provocó entre sus contemporáneos el cuerpo de la niña Eugenia que, el mismo año que llega a la corte, 1680, se publica la Relación verdadera en la que se da noticia de los prodigios de la naturaleza que han llegado a esta corte en una Niña Gigante llamada Eugenia Martínez de la Villa de Bárcena, del arzobispado de Burgos (Figura 14). En esa relación de sucesos, que se conserva en la Biblioteca Nacional de España, se indica que el Rey Carlos II solicita el traslado de la niña de Burgos a Madrid, puesto que lo considera un «milagro de la naturaleza», y su existencia puede admirarse por sus majestades y por toda la grandeza de esos reinos (Iglesias Castellanos, 2013). El acercamiento que la corona demuestra ante el interés de su traslado y documentación es signo de admiración ante la rareza de su cuerpo. En el texto de la relación del suceso se describe detalladamente su físico:

La niña Eugenia era blanca y no muy desapacible de rostro, aunque le tiene de mucha grandeza. La cabeza, rostro, cuello y demás facciones suyas son del tamaño de dos cabezas de hombre, con poca diferencia. La estatura de su cuerpo es como de mujer ordinaria, pero el grueso y buque como de dos mujeres. Su vientre es tan desmesurado que equivale al de la mayor Mujer del Mundo, quando se halla en días de parir. Los Muslos son en tan gran manera gruesos y poblados de carnes que se confunden y hacen imperceptible a la vista su naturaleza vergonzosa. Las piernas son poco menos que el Muslo de un hombre, tan llenas de roscas ellas y los Muslos, que caen unos sobre otros, con pasmosa monstruosidad, y aunque los pies son a proporción del Edificio de carne que sustentan, pues son casi como los de un hombre, sin embargo, se mueve y anda con trabajo, por lo desmesurado de la grandeza de su cuerpo. El qual pesa cinco arrobas y veinte y una libras, cosa inaudita en edad tan poca (Juan Cabezas, 4 p. , Fol., BNE, VE 24/16.)

Figura 13. Juan Carreño de Miranda. (h. 1680). Eugenia Martínez Vallejo, desnuda. Museo del Prado, Madrid

Figura 14. Relación de la niña gigante llamada Eugenia. (1680). BNE, VE 24/16

Junto a este descriptivo y detallado texto, en esta relación se otorga especial relevancia a un grabado que le precede. Texto e imagen constituyen una importante fuente primaria contemporánea a la niña, aunque su propósito era más el de describir la excepcionalidad de su cuerpo ante la mirada general, y no específicamente para un estudio científico y médico, aunque no habría que descartar que también sirviera a esos fines. La representación visual que acompaña a esta narración es tosca, incidiendo sus líneas en manifestar la robustez de las formas y el tamaño de su cuerpo. Se plasma a la niña con un pájaro en la mano izquierda, quizás para crear un contrapunto por el contraste entre volumen y peso de ambas figuras. La desnudez de la figura es explícita, sin recursos que suavicen su exposición directa, y la mirada de la niña se fija en la del espectador, sin manifestar, en cualquier caso, alguna emoción o sentimiento particulares.

Por el contrario, aunque Carreño de Miranda, a quien se le encargó retratar a la niña por orden de la realeza, en contexto del palacio, no tuviera noticias de la medicina moderna, no se puede dudar de su conocimiento del alma humana y de su maestría para traducir sus sentimientos. Convertida en un objeto para el escrutinio colectivo, el pintor la retrata aquí, a través de su mirada, como un ser humano que es víctima de toda una época. En el retrato en el que aparece vestida, Eugenia nos mira fijamente y sus ojos están teñidos de aflicción, y desde nuestra distancia, sería posible adivinar una dosis de resentimiento ante el destino que le ha tocado vivir –tan lejos de las posibilidades de la medicina contemporánea– y de los oscuros códigos del juicio bajo el que tiene que ser constantemente observada (Bravo, 2013). En el retrato donde aparece desnuda, sus ojos prefieren esquivar nuestra mirada, un recurso que contrasta dramáticamente con el grabado de la relación de sucesos. Carreño de Miranda parece comunicar, de manera extraordinaria, la angustia que debió sufrir mientras la retrataban o mientras era expuesta a la mirada ajena. Llama la atención, además, descubrir unas incipientes lágrimas acumulándose en las cuencas de sus dos ojos. El sentimiento de vergüenza parece trasladarse hacia el observador, sin que sea posible soportar muy prolongadamente la mirada sobre sus formas sin sentir el asalto invasor de nuestros ojos.

Los dos retratos de la entonces llamada niña gigante plantean una mirada particular en su representación artística, pero no solamente desde la perspectiva con la que nos invita a observarla Carreño de Miranda, sino también con la dimensión psicológica con la que la niña lanza su propia mirada en los retratos. Ambos lienzos, por lo tanto, sobrepasan la mera descripción física de su cuerpo a través de la imagen. El pintor acude a recursos visuales y metáforas para escenificar su propuesta, e individualiza su carácter, proponiendo su presencia como la de un ser humano vulnerable y frágil. Sería posible, por lo tanto, descubrir la existencia de una tercera mirada en las pinturas, que no es la del espectador ni la del artista, sino la del propio individuo al que se representa, con una identidad personal propia. En este sentido, se ha advertido también la escasez de referencias literarias que abordan la reacción de estas personas con enfermedades congénitas al ser exhibidas ante la mirada pública. Según señala Flores de la Flor (2015), la única referencia que encuentra de aquella época, en concreto la publicada en 1607, es la de una joven de catorce años que, siendo expuesta a lo largo de toda su vida por parte de sus explotadores, cuando la descubrían en público, «se avergonçava y llorava». Se trata, sin duda alguna, de una relevante fuente primaria que comunica la dimensión humana y psicológica de los entonces denominados monstruos, y los atropellos que debieron sufrir en vida. Es en este contexto, y ante esta mirada, como interpretamos aquí estos dos retratos.

Ya se ha planteado que Eugenia Martínez Vallejo podría haber sido clínicamente diagnosticada hoy con el Síndrome de Prader-Willi, que fue descrito por primera vez en 1956 por el médico suizo Andrea Prader. Desde la clínica, una lectura de esta enfermedad congénita en el rostro de estas personas lleva a observar la distancia corta del puente nasal, la estrechez de las sienes cuando se considera la distancia entre la comisura de los ojos y las orejas, los ojos almendrados, la boca en forma triangulada, el labio superior fino y la comisura de los labios apuntando hacia la mandíbula.

Nuevamente, encontramos que el artista capta, de manera magistral, estas distinciones anatómicas con su pincel. Estas personas también tienen bajo tono muscular y pueden presentar enfermedades endocrinas, por lo que su llegada a la pubertad puede ser tardía en comparación con la población general. Su salud mental puede también afectarse, por lo que la hiperfagia (ingesta descontrolada de alimentos) puede ser compulsiva y venir acompañada de tragar objetos, como parece aludirse en las dos manzanas que la niña sostiene en uno de los retratos de Carreño. Es muy probable que la hermosa Eugenia represente el primer documento visual de este síndrome, causado por la pérdida de una porción pequeña del cromosoma 15, banda q12. La peculiaridad de esta región del cromosoma es que produce dos síndromes diferentes, dependiendo de si la pérdida cromosómica es heredada del padre o de la madre. El Síndrome Prader-Willi se hereda por el padre, mientras que el Síndrome de Angelman se produce por vía materna. Este último también tiene su historia en las intersecciones entre arte y medicina, y a él parece aludir el óleo sobre tabla Fanciullo con disegno (Muchacho sosteniendo un dibujo infantil, 1515), de Giovanni Francesco Caroto (c.1480 - c.1555), en el que se retrata a un adolescente posiblemente con este síndrome. Uno de los diversos grupos de apoyo para padres con niños con esta enfermedad congénita intentó renombrar el síndrome, sin éxito, como el de «ángeles sonrientes», ya que una de sus características sobresalientes es la disposición general a la felicidad, su sonrisa casi perpetua, su risa frecuente, a carcajadas y, muchas veces, en ausencia de estímulo alguno. Desde la genética molecular, a este patrón de herencia paterna o materna se le conoce como «sellado» o «huella genética» (genomic imprinting en inglés).

4. La rareza de lo no-binario

La categoría de monstruo no se reservó, hace siglos, solamente para cuerpos pequeños o grandes. También el cruce de categorías que distinguen lo masculino de lo femenino fue objeto de asombro; por lo que sería común la certificación de existencia de quienes superaban las fronteras binarias del sexo.

Una de estas personas fue Brígida del Río, apodada la Barbuda de Peñaranda, cuyo cuerpo era virilizado, según la acepción médica actual, y cuya realidad fue evidenciada sobre lienzo por los pinceles de Juan Sánchez Cotán (1560-1627) (Figura 15). La peculiaridad física de esta mujer llevó a que circularan varios retratos suyos de época, (Portús, 2010), dado que también estaba incluida en la lista de monstruos o gente de placer contemporánea. Su relevancia documental, por tanto, queda patente en la inscripción que aparece en la parte superior, a la izquierda del lienzo, donde se identifica a la mujer, su edad y la fecha en la que se pintó el cuadro, lo que incide en el carácter de esta pintura como documento pre fotográfico, certificador de verdad, dada también la rareza de la realidad que registra. La mujer aparece retratada por Cotán con gesto humilde, al cruzar sus manos sobre el delantal, y su mirada está cuajada de inocencia, podríamos decir que, incluso, el gesto es de resignación ante las circunstancias en las que le tocó vivir. Este retrato la convierte en parte de ese grupo de monstruos que sufren el peso de una sociedad que aún no está preparada para entender sus diferencias corporales.

Brígida pudiera haber sido diagnosticada hoy en día de Hiperplasia Adrenal Congénita, una forma virilizante simple. Esta enfermedad se caracteriza por una producción atípica de andrógenos de fuente adrenal durante el desarrollo intrauterino, lo cual produce virilización o masculinización de los genitales (según el lenguaje médico), que puede causar hipertrofia del clítoris (según el lenguaje médico) y fusión total o parcial de Labia mayora y Labia minora, llegada a la pubertad durante la niñez, maduración temprana de los platos epifiseales de los huesos, lo que condiciona su baja estatura en la adultez en comparación con la población general y, un notable hirsutismo en el rostro. Algunas de estas personas se autoidentifican como varones (Jorge et al., 2008), a pesar de su asignación clínica a hembra por criterio cromosómico (cariotipo 46, XX) y por presencia de órganos reproductivos funcionales en la cavidad pélvica que les capacitarían para ser madres. Es importante señalar que para confirmar este diagnóstico se requiere medir los niveles de andrógenos en sangre y, cuando los recursos económicos lo permiten, hacer pruebas para establecer el perfil genético de las enzimas que participan en la producción de andrógenos de fuente adrenal. El hirsutismo también puede ser producido por el Síndrome de Ovarios Poliquísticos (conocido como PCOS, por sus iniciales en inglés). PCOS es la causa más común de infertilidad anovulatoria y, en estos casos, la persona no necesariamente se percata de este síndrome hasta que intenta, fallidamente en casos severos, quedarse embarazada. Actualmente, la nosología no incluye el PCOS como parte del espectro de intersexualidad humana (desórdenes/diferencias de desarrollo sexual según el lenguaje médico), materia de discusiones contemporáneas en algunas comunidades LGTBIQ+ a nivel global.

Figura 15. Juan Sánchez Cotán. (1590). Brígida del Río, la barbuda de Peñaranda. Museo del Prado de Madrid. Madrid

Figura 16. José de Ribera. (1631). La mujer barbuda (Magdalena Ventura con su marido), Colección de la Fundación Casa Ducal de Medinaceli, en depósito en el Museo del Prado de Madrid

El caso de Brígida del Río es comparable con el de Magdalena Ventura, retratada por José de Ribera (1591-1652), un pintor español de reconocido éxito en Italia (Figura 16). Como si se tratara de la narración que acompaña a un certificado de existencia, esta es descrita en la inscripción sobre piedra que aparece a la derecha de la mujer y que la identifica como «un gran milagro de la naturaleza». Su efigie, por tanto, parece incidir en lo extraordinario de su carácter, siendo fruto del encargo del mecenas del pintor, Fernando Afán de Ribera y Enríquez, Virrey de Nápoles y Duque de Alcalá, a cuyo palacio acude la mujer para confirmar su existencia y acordar el retrato. Muy cercano a la fecha de realización del lienzo, existe una documentación epistolar que incide, con manifiesta admiración hacia este particular portento, en calidad de «maravilla» del cuerpo de Brígida del Río, según era vista por el comitente de la obra, el noble arriba indicado. Tal y como sigue describiendo el texto, a esta mujer italiana le comenzó a crecer una larga y espesa barba a los treinta y siete años y, quince años después, con cincuenta y dos, tuvo su tercer hijo, al que vemos amamantando en el lienzo, junto a su marido, Félici de Amici, quien también aparece retratado en el lienzo junto a ella. La confrontación de la barba y del pecho desnudo y velludo de Magdalena Ventura resulta desconcertante, más aún junto a la efigie evidentemente masculina del esposo, un recurso que, sin duda, ha contribuido a crear el artista de manera consciente. Sin embargo, la grandeza del autor de la pintura se subraya en la psicología del rostro de esa singular mujer y en el del propio marido. Este, por un lado, nos dirige su mirada fijamente, tratando de comunicar la amargura de la resignación con la que debió vivir aquella extraña trasformación del cuerpo de su esposa. Por otro lado, el rostro de ella, que denota una masculinización notable, y en su frente una incipiente calvicie, esconde un detalle demoledor entre sus ojos. En un plano más cercano, Ribera nos retuerce la mirada a través de una incipiente lágrima, la cual está a punto de escapar por la cuenca del ojo de Magdalena Ventura, y cuya poética y desgarradora presencia hacen innecesario cualquier intento prosaico de explicarla. Este detalle, por lo tanto, parece situar este óleo en la estela de los retratos que Carreño de Miranda realizó de la niña Eugenia Martínez Vallejo, en los que la persona se expone a la mirada y al escrutinio público con perturbación y pudor.

5. La imagen del lienzo como un recurso diagnóstico

En la representación de enfermedades congénitas, según venimos argumentando, la mirada estética de los artistas del siglo XVII aporta también una valiosa información para una relectura desde la medicina cuatro siglos más tarde. Antes de pasar página en este repaso de parte del catálogo pictórico de aquellas personas clasificadas como monstruos, según la perspectiva del siglo XVII, nos es imposible no mencionar también cómo la pintura puertorriqueña se hizo eco de la existencia de estos desórdenes de la naturaleza. De la mano de uno de los grandes maestros del XVIII en América, José Campeche Jordán (1751-1809), podemos contemplar un espléndido retrato que funciona también como certificación de rarezas humanas (Figura 17). Esta obra sigue el patrón de texto e imagen que presentaba el lienzo de José de Ribera, ilustrando al protagonista, pero con la información complementaria de la inscripción, algo que describe y contextualiza el cuerpo representado. Gracias a ella sabemos que el niño protagonista, de rostro angelical, se llamó Juan Pantaleón Avilés de Luna Alvarado, y que nació el 2 de julio de 1806 –por lo que, en el momento de ser retratado, contaba con casi dos años de edad–, y que fue hijo de Luis de Avilés y Martina de Luna Alvarado, labradores en Coamo, al sur de Puerto Rico. Ellos fueron quienes le llevaron a la capital en un largo trayecto a caballo, no para formar parte de Corte palaciega alguna, sino para recibir la sagrada confirmación, de mano del primer obispo puertorriqueño bajo la corona española de Carlos III, el Doctor Don Juan Alejo de Arizmendi (1757-1814). Esta intención de los padres de buscar una autoridad eclesiástica de alto rango parece indicar su preocupación por el alma de su hijo. Bien sea porque le consideraran un monstruo o un prodigio, podrían haber sospechado que la llegada de su hijo a sus vidas era un presagio de algo, tal y como anticipó Ambroise Paré en el siglo XVI.

El niño nació con Amelia (ausencia de brazos), sindactilia (fusión de algunos de los dedos de sus pies), adactilia (ausencia de dedos en los pies) y estrabismo (desviación de la línea visual) (Rigau, 1985). Se tiene conocimiento de su nacimiento, pero aún no se ha encontrado registro de su muerte. Sería el obispo Arizmendi quien encargase la certificación visual de existencia a Campeche, al estilo de la práctica del encargo de un noble a un pintor, como era uso y costumbre en el siglo XVII. El artista puertorriqueño toma la decisión de que el niño protagonista no cruce su mirada con la nuestra y que, en cambio, esta se dirija fuera del marco del cuadro. Este recurso recuerda, a su vez, al retrato que de Eugenia Martínez Vallejo desnuda realizó Carreño de Miranda hacia el año 1680, y en el que es posible advertir el sentimiento de desazón en la criatura al ser observada, no solo por el pintor, sino por todo aquel que fuese testigo de su rareza corporal a través de la obra.

Encontramos aquí, nuevamente, un giro estético en el sincretismo de miradas que se producen en las representaciones de carácter artístico y las de interés científico. Este cuadro, en particular, ofrece una pista para futuras investigaciones sobre esta confluencia de intereses. En el caso de Puerto Rico, fueron frecuentes los gestos de curiosidad científica por parte de los obispos en sus visitas pastorales. Esto genera la duda de si alguno de estos cuadros fue enviado, en alguna ocasión, desde Puerto Rico al Colegio de Cirugía de San Carlos de la España del siglo XVIII, con el propósito de realizar una consulta médica de ultramar (Rigau, 1985). Aquí, el niño posa ante Campeche apoyado en un almohadón de encajes, con ojos prominentes y mirada profundamente triste. La entereza serena del gesto con el que soporta la certificación de su existencia convierte a este documento en un lírico reclamo mudo a la dignidad del ser humano.

En conclusión, tanto en este como en otros lienzos anteriormente señalados, hemos centrado nuestra atención en una mirada muy poco atendida, la de las personas que la naturaleza eligió para encarnar las fronteras del cuerpo inteligible, sano y moral. Son personas que nos observan en silencio desde la pintura, con tristeza desgarradora, vestigio de la crudeza de la batalla que tuvieron que emprender debido a su mera existencia, ante una sociedad que no estaba preparada para aceptar su diferencia corporal. Es precisamente hacia esa carencia de humanidad por parte del espectador a donde nos dirige la mirada del monstruo, aquí revisada en la pintura de los siglos XVII y XVIII, pero a la que es posible seguir la pista en su representación cinematográfica desde el siglo XX.

Figura 17. José Campeche. (1808). El niño Juan Pantaleón Avilés de Luna Alvarado. Colección del Instituto de Cultura Puertorriqueña

Figura 18. Tod Browning. (1932). Freaks

6. La mirada del monstruo en la imagen cinematográfica

No serán los monstruos de la pintura del barroco y el rococó los únicos que tengan la oportunidad de mostrarse y de retar nuestra mirada a través del desafío que nos lanzan con la suya propia. En el séptimo arte, también El hombre elefante tiene una oportunidad ficticia de expresarse a través de imagen y de sonido. Así es posible observarlo en la fascinante interpretación que de Joseph Merrick haría el actor británico John Hurt en la película The Elephant Man, dirigida por David Lynch en 1980.

Ambientada en un halo de penumbra, en primer lugar, la que se corresponde con el blanco y negro de la película, pero también la de la ignorancia y la crueldad con la que fue tratada esta persona en su contexto histórico, en ella se recogen, con notable fidelidad documental, algunas de las vivencias más conocidas de quien fuera conocido como «hombre elefante».

Un detalle que capta recurrentemente la atención de los espectadores es que su director logra construir un emotivo juego de antagonismo moral, en el que se practica una inversión de los papeles tradicionales del monstruo y del ser humano normal. Convertido Joseph Merrick en objeto de observación curiosa en un local callejero, logra escapar temporalmente de ese cautiverio cruel gracias a su traslado a un hospital londinense gestionado por el doctor Frederick Treves (tal y como también sucedió en la realidad, en 1884). Lejos de su humillante prisión, se le libera también de la máscara de tela con la que se cubría en público su rostro y se le revela como un ser de exquisitos modales y de fina inteligencia. En cambio, el violento explotador del local donde se exhibía queda entonces, definitivamente, despojado de su condición humana y acaba dibujándose en la película como una bestia sin escrúpulos.

Precisamente de monstruosa se puede calificar también la actuación de algunos humanos «normales», unidos en una masa amorfa y embrutecida, que aparecen en una inquietante escena de la película, como es la que tiene lugar en la estación de trenes de Liverpool Street. Merrick, despojado de su máscara y acosado mientras viajaba sin compañía, se enfrenta a una jauría humana que lo acorrala mientras lucha por defenderse a gritos con unas exclamaciones desgarradoras: ¡No soy un elefante! ¡No soy un animal! ¡Soy un ser humano! ¡Soy un hombre!

Otro relato cinematográfico que ofrece una similar lectura es Freaks, que para el público hispanoparlante se traduciría con un subtítulo revelador: La parada de los monstruos. Lejos de ser cuerpos aislados sobre un fondo neutro dispuestos para la observación científica, los personajes de esta película, dirigida por Tod Browning en 1932, se desenvolvían en su diario vivir en una caravana circense, en cuyos vagones, de modo similar al «hombre elefante», eran exhibidos para rentabilizar su diferencia ante la mirada curiosa del público. Los personajes, de hecho, no eran todos actores que interpretaran una vida que les era ajena, sino que muchos de ellos habían sido escogidos a través de una minuciosa audición realizada entre ferias reales que circulaban a lo largo de Estados Unidos. Sin embargo, en la comunidad que formaban en la ficción los personajes de la película, existían otros miembros que no tenían ninguna enfermedad física o mental. Tal era el caso de Cleopatra, la trapecista que destaca entre todo el grupo por su hermosura física y por su agraciada elegancia, que seduce y engaña al protagonista, un hombre con acondroplasia, heredero de una jugosa fortuna, a fin de casarse con él y poder repartirse el botín junto a su amante. Cuando en el banquete de boda, los alegres componentes del circo vitorean y aceptan a la novia como uno de ellos, esta estalla de furia increpando al grupo y marcando, con una gruesa línea simbólica, la enorme diferencia entre ambos. Al igual que en la escena recién comentada de El hombre elefante, su director establece también una diferencia clave entre aquellos monstruos y la hermosa protagonista. Esta no es solamente física, puesto que, en realidad, subvierte las fronteras imaginarias entre lo bueno y lo malo, lo bello y lo feo, lo sano y lo enfermo, la bondad y la maldad y, en definitiva, entre la monstruosidad física y la del alma.

Recientemente, otro trabajo creativo que, desde el cine, apela a la monstruosidad en el marco de las enfermedades congénitas es la controvertida película Malignant (2021), dirigida por James Wan. Encontramos aquí otro sincretismo entre las artes visuales y la medicina. El personaje principal encarna a un gemelo parasítico que, por intervención médica, fue convertido en un caso de craniopagus parasiticus. En el primer caso, se trata de un gemelo siamés que no desarrolló su cuerpo y que sobrevive gracias al cuerpo funcional de su gemelo, mientras que, en el segundo, lo que se comparte entre los gemelos es tejido cerebral y dos cabezas, siendo una de ellas de apariencia particularmente rudimentaria. Ya Ambroise Paré había documentado estos casos congénitos en la medicina del siglo XVI, pero también recurrió a la imaginación para representarlos. En Malignant, durante la cirugía, para no arriesgar la vida de uno de los gemelos llamado Emily, los doctores se ven obligados a mantener conectado parte del tejido neural de Gabriel al de su hermana. De esta manera, tenemos a un personaje benevolente con una enfermedad congénita, pero alterado por la intervención quirúrgica y, en consecuencia, controlado por la mente maligna de su gemelo parasítico.

La inspiración cinematográfica de Emily/Gabriel proviene de Anomalies and Curiosities of Medicine (2019), una enciclopedia médica publicada en el 1896 por los doctores George M. Gould y Walter L. Pyle. El estudio de caso que inspiró el guion fue el de Edward Mordake, una persona de la nobleza inglesa quien, presuntamente, cargaba en la parte posterior de su cabeza con el rostro de su gemelo, craniopagus parasiticus, quien era capaz de reaccionar y hacer expresiones faciales independientes de las de Edward. Resulta que este personaje, inmortalizado en una enciclopedia médica de finales del siglo XIX, es también producto de la imaginación y, en este caso, de la imaginación literaria (Wagner, 2021).

7. Conclusión

A través del grabado en los tratados médicos, desde el siglo XVI, las representaciones visuales de enfermedades congénitas encarnaban tanto la comprensión científica como la superstición. Estas representaciones carecían de la individualidad de quienes protagonizaban la imagen, transmitían conocimiento científico de la época entre expertos y estaban enfocadas en la descripción anatómica para un público docto y privilegiado. Es a partir de retratos pictóricos desde finales del siglo XVI y el siglo XVII cuando se subraya la identidad propia de estas personas, captadas magistralmente, con profundidad psicológica y gran sensibilidad, en el usual contexto de un encargo con la motivación de documentar la rareza de sus cuerpos y la admiración que esta merece. Estos trabajos estaban comisionados por la monarquía o por personalidades de altas jerarquías, cumpliendo también con el propósito de exaltar la nobleza y benevolencia de su poder. El cine también subraya la sensibilidad humana, así como las violencias sociales ante la diversidad corporal. En un juego de miradas con la audiencia, la imagen cinematográfica también formula la pregunta sobre quién es el verdadero monstruo, y si puede existir una categoría de monstruosidad más allá de lo físico. Concluimos que es el cruce de miradas entre el arte y la medicina, con la relevancia de una tercera mirada, la de las personas representadas, lo que nos permite apreciar cómo las sociedades van expandiendo las fronteras inteligibles del cuerpo.

Nota: Los autores agradecen al proyecto de investigación Fotografía y enfermedad: el cuerpo humano entre la representación médica y la artística, financiado con una beca del Fondo Institucional para la Investigación, del Decanato de Estudios Graduados e Investigación de la Universidad de Puerto Rico, Recinto de Río Piedras (2020-2022).

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